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La historia oculta del jardín de Floridablanca

La historia oculta del jardín de Floridablanca

La historia oculta del jardín de Floridablanca

por | Turismo y Cultura | 0 comentarios

Se podría aventurar, pues sabido es que aquí cualquiera aventura cuanto le viene en gana, que las primeras esculturas de desnudos que adornaron la ciudad se colocaron, para pasmo del vecindario, en 1796. Y el escándalo que provocaron fue tan abultado como la legión de murcianos que acudió a la antigua Alameda del Carmen, hoy jardín de Floridablanca declarado BIC. Para la historia sabrosa de la ciudad quedó aquel comentario que hiciera una pía y asombrada señora ante una de las esculturas: «¿Pero qué santos son estos?».

A la antigua carretera de Cartagena, que ahora llaman de El Palmar, le cambiaron el nombre por el de Floridablanca cuando el Ayuntamiento reformó el jardín y lo dedicó a la memoria de aquel ministro ilustrado, don José Moñino y Redondo, a quien también levantaron una curiosa estatua que fue inaugurada el 19 de noviembre de 1849. La idea fue propuesta por el alcalde, Salvador Marín Baldo, el 12 de febrero de 1847.

La obra costó diez mil reales y fue realizada por Baglieto, sin imaginar la guasa que su creación provocaría en decenas de generaciones de adolescentes. Años más tarde, quizá por lo desocupados que andamos en estas latitudes, a alguien se le ocurrió contemplar la estatua desde un cenador que proyectó el agrónomo Francisco Medina.

Desde esa perspectiva, el pergamino enrollado que don José mantiene erguido en su mano derecha, más que a una pragmática, se asemeja a un pijo, como todos le llaman y pocos lo escriben, y así el conde parece que orina tan a gusto desde su pedestal. Atesora el conjunto escultórico una curiosidad también desconocida. Bartolomé Comellas, en un artículo publicado en 1877 en la revista ‘Cartagena Ilustrada’, recordó que el pedestal se construyó «por el año 1824 en el centro de la Glorieta, frente al Ayuntamiento, y se colocó sobre él una estatua», obra de Francisco Bolarín, fundida en plomo y luego dorada, que representaba al Rey Fernando VII. Tiempo después fue mutilada la obra, que acabaría fundida y convertida en proyectiles. Pero el pedestal se conservó. Y luego sirvió para aupar sobre él al conde.

El mismo jardín también estaba desde antiguo cerrado y disponía de cuatro puertas. En los dos pilares laterales de la más antigua lucieron las estatuas que de los Reyes Fernando VI y Bárbara de Braganza, realizaron Jaime Campos y Manuel Bergaz en el siglo XVIII.

Pero cuando llegó Carlos IV al trono, prácticos como somos los murcianos, tallaron nuevos rostros a las dos piezas. Y a correr. Aunque siguieron luciendo los antiguos y anacrónicos ropajes. De la cabeza de Bárbara de Braganza solo quedó el peinado y su cara pasó a ser la de María Luisa de Parma.

Los remotos turistas

Este espacio verde también ha sido objeto de los comentarios de extranjeros de todas las épocas. El viajero inglés George Alexander Hoskins, en su obra ‘España, tal como es’, datada en 1852, describía el «paseo de Floridablanca, así llamado por la estatua del Marqués de ese título que, desde su humilde origen, supo elevarse por sus propios méritos hasta el Ministerio de Carlos III».

Aceptable descripción que el inglés arruina al añadir que «esta estatua se erigió hace seis años en honor de este único gran hombre salido de este Dunciad State». La profesora Cristina Torres-Fontes arroja luz sobre tan curioso término en su libro ‘Viajes de extranjeros por el Reino de Murcia’ al afirmar que podría traducirse como «país de imbéciles, ignorantes atrevidos». Eso sí, el maldito inglés añadió a renglón seguido que los españoles «pueden rendir homenaje a su memoria ya que España le debe, entre otras cosas, sus mejores carreteras y transportes públicos».

Al dibujante francés Albert Robida, otro viajero en Murcia, no le gustó tanto ni el jardín ni la escultura. Así, describía en su libro ‘Las viejas ciudades de España. Apuntes y Recuerdos’, en 1880, «el jardincillo público, lleno de polvo y afeado con la Estatua de Floridablanca».

Contaba el infeliz gabacho que los murcianos «no se hacían cargo de la completa fealdad y el ridículo absoluto de esas vegetaciones pobres, por el estilo de nuestros jardines ingleses, cuando se ven al lado de huertos empenachados de palmeras gigantescas, de magnolios y de árboles de toda especie, que nosotros solo conocemos como plantas de estufa raquíticas».

Tela con el francés. Pero tenía más razón que un santo al denunciar que los murcianos presumieran de jardincillos ingleses cuando a apenas unos metros contaban con tan exuberante y espléndida vegetación. Vamos, lo de siempre.

Tres años antes de esta publicación, en cambio, el joven Rey Alfonso XII, también de visita en Murcia, «quiso pasear por el jardín de Floridablanca, en donde estuvo largo rato paseando», como publicó el diario ‘La Paz’ el 24 de febrero de 1877.

Un corregidor tozudo

El origen de la alameda se pierde en el siglo XVIII cuando, por cierto, se produjo otra sabrosa polémica. El corregidor Cano, en plena ebullición contra las ideas revolucionarias que provenían de Francia, ordenó colocar varias esculturas que representaban desnudos. ¡Para qué quiere usted más!

Los murcianos, al pronto, ni siquiera entendieron a quienes representaban y cuenta la leyenda que más de uno exclamó: «¿Pero qué santos son esos?». No lo eran. Las piezas fueron adquiridas a la Academia de Madrid. Una de ellas, según consta en la denuncia que presentó ante el Santo Oficio el presbítero y abogado de los Reales Concejos, Félix José Gert de Rueda, era «un gallardo joven sentado en disposición de repizcarse la planta de un pie, cuya pierna tiene levantada en ademán de sacarse una espina».

La otra era una Venus, «una mujer hermosa […] aparentando que con los brazos cruzados oculta sus abultados pechos, que descubre con más artificio». El escándalo estaba servido. El sacerdote advirtió de que los murcianos «no están acostumbrados a tales espectáculos» y añadió, quizá tirándose de los pelos, otra frase para la historia sabrosa de la ciudad: «¡Ya no falta sino que hombres y mujeres se pongan a pecar públicamente!».

El inquisidor terminó de arreglarlo al concluir que «la poca elevación de las estatuas aumenta el daño infinitamente porque ofrece muy próximos a la vista los objetos de provocación y lascivia».

Menos mal que el escultor Roque López, a quien se le encargó un informe, desmintió que las piezas fueran obscenas. Entretanto, el corregidor no cejó en su decisión de mantener, incluso por encima de la Inquisición, las esculturas en el jardín. Y allí permanecieron por su santo coraje.

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