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El gran sistema circulatorio de la huerta de Murcia
Un inmenso sistema circulatorio que garantiza la vida. Así definió con acierto Díaz Cassou el entramado hidráulico que convirtió la huerta de Murcia en una de las más aclamadas del mundo. Y la analogía es tan precisa que si el cuerpo humano tiene su corazón, la huerta disfruta de la Contraparada; y si aquel bombea sangre pura a las venas, esta hace lo propio con el agua clara, que más tarde recoge en sus peculiares venas para renovarla.
El sistema tradicional de riegos resulta tan preciso como desconocido. Hasta el punto de que una sentencia reciente considera inadecuada su declaración como Bien de Interés Cultural, por considerar que dificultaría las tareas de limpieza y mondas o las reparaciones. Discusión que ya está asegurada durante años, como durante años se discutió el origen de esta espléndida red que regula la huerta.
Díaz Cassou, en su obra ‘La Huerta de Murcia’ apuntaba que el sistema de riegos no se había concebido de forma completa, sino que existieron antes pequeños aprovechamientos de aguas que, más tarde entre el reinado de Abderramán II y el de Al-Hakam II (siglos IX-X), se reunieron en torno a una gran presa que distribuía el agua por la vega.
Esta presa, conocida hoy como Azud Mayor o Contraparada, está ubicada en Javalí Nuevo, en una zona rocosa del lecho del Segura que facilitó, quizá desde época romana, que se frenaran las aguas para hacerlas discurrir por las dos acequias mayores.
La huerta se extiende por cuatro municipios –Alcantarilla, Murcia, Santomera y Beniel– desde la Contraparada hasta el Mojón del Reino, limítrofe con Alicante. Su extensión admitida alcanza los 23 kilómetros de largo por unos 10 de ancho.
Andrés Baquero, en cambio, pensaba que tanto la presa como la red de acequias se construyó al mismo tiempo. Cascales menciona en su primera edición de los ‘Discursos’ que la presa antigua fue destruida por la riada de San Calixto, reconstruida por el arquitecto de Felipe IV, Melchor de Luzón, y luego por Toribio Martínez de la Vega, entre 1737 y 1748. Eso, sin contar reparaciones más antiguas y las que ordenara el conde de Floridablanca a finales del siglo XVIII.
¿Cómo funciona la Contraparada? Sus compuertas permiten regular el Segura y distribuir de forma equitativa las aguas hacia las dos grandes acequias. La del Norte o Aljufía y la de Mediodía o Barreras, también conocida como Alquibla. Del azud se alimenta otro canal, la acequia de Churra la nueva, que prolonga sus riegos hasta Monteagudo.
Cascales, tras la descripción anterior, añadía que «las ‘quales’ acequias corren por medio la vega, ciñendo ambos lados al río, dando hijuelas -dividiéndose en canales pequeños a una y otra parte por donde se gobierna todo el riego».
Cada una de las acequias mayores riega extensiones similares de terreno que se denominan heredamientos generales. Así, uno se llama del Norte y otro del Mediodía. En un segundo nivel se encuentran las acequias menores, que también dan nombre a otros heredamientos y que son cauces más pequeños que extienden el regadío y se dividen en otros, de nombre hijuelas y luego brazales, y aún estos terminan en diminutas canalizaciones llamadas regaderas, las que alcanzan hasta los últimos bancales de la vega.
Y el retorno o ‘venas’
Las acequias mayores, las menores, las hijuelas, los brazales y las regaderas conforman las arterias acuáticas que dan vida a la huerta murciana. Canalizan las conocidas aguas vivas. Pero el sistema no sería perfecto de no existir otros cauces de retorno que permitan eliminar los excedentes, sanear la tierra y evitar los temibles encharcamientos y las enfermedades que provocan.
La red de venas huertanas comienza en útiles cauces denominados escorredores, que reciben el agua de las filtraciones o avenamiento, que por este término se le conoce. Las aguas pasarán entonces a las azarbetas, un tanto más grandes que aquellos, y a otros denominados azarbes, landronas o meranchos, cuya función es encauzar los sobrantes del riego hacia otras zonas de la huerta y a Orihuela. Pero, ¿por dónde?
Resulta lógico concluir que si existen dos grandes acequias que recogen el agua del río también debían construirse otros dos enormes canales que la devolvieran al Segura. Son los azarbes mayores. Uno, el azarbe mayor del Norte; el otro, el azarbe mayor del Mediodía. Y si de la Contraparada surgía la acequia de Churra la Nueva, también encontró aguas abajo un cauce correspondiente conocido como el azarbe de Monteagudo.
Todos estos gestionan el curso de las aguas muertas. Aunque muertas solo por poco tiempo, pues el sistema las oxigena y regenera río abajo.
El Concejo de Herederos
Tanto la acequia Aljufía, con sus 27 kilómetros de longitud, como la Alquibla, con sus 22.5 kilómetros, reciben diversas denominaciones según los lugares que van nutriendo. Por eso, a la primera se la conoce también como Benetúcer, Benefiar, Benizá y Beneluz; y a la segunda Barreras, Alfande, Benicotó y Benicomay.
Mención aparte requieren los terrenos del Suroeste regado por aguas ocasionales del río Guadalentín y que atesora canales más antiguos. El profesor Robert Pocklington apuntó en su día que las denominaciones de las tres grandes acequias de la zona –Nubla, La Cota y Sangonera– eran nombres anteriores a la denominación que le dieron los árabes.
Tan enorme sistema requería, como es lógico, una adecuada administración, de la que se encargaría el Concejo de Herederos, germen de la actual Junta de Hacendados, y aquellos denominados «cuatro hombres buenos de la huerta», una especie de jueces de apelación que controlaban a los encargados de regular la huerta, precursores medievales del Consejo de Hombres Buenos.
Otro aspecto desconocido del sistema es su peligrosidad en épocas de lluvia. Aunque es creencia extendida que las riadas siempre fueron causadas por el Segura o su afluente, el Guadalentín, convertido en Reguerón a su paso por la vega, no es menos cierto que las acequias mayores causaron grandes disgustos a los huertanos de todas las épocas.
Eso sucedió, por apuntar un ejemplo, el día de Navidad de 1931, cuando las aguas anegaron e incomunicaron numerosas poblaciones de la huerta. Pero no causaron los ríos el desastre, sino las acequias y los azarbes que, como diría un castizo, «se salieron».
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